En 2010, Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970), uno de los escritores en español más destacados de la actualidad, se embarcó en un viaje alrededor del mundo que comenzó como un viaje cualquiera a La Habana y se acabó convirtiendo en Rojo aceituna, un maravilloso libro de viajes donde persigue la historia de los países que, como el suyo, se vieron inmersos en revoluciones durante el siglo XX. Una peripecia vital que le lleva de Cuba a China, pasando por Estambul o Vietnam, bellamente escrita donde Menéndez da voz a la gente que se encuentra en el camino y que, sobre todo, huye de lecturas políticas para centrarse en la pura narración del viaje, del proceso que Menéndez experimenta como persona en él, y en todas las anécdotas y encuentros que le asaltan en el camino. Un libro de viajes a la antigua usanza escrito por alguien que, además de escritor, es un viajero auténtico.
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Trailer del libro en YouTube: http://youtu.be/zGXVJHcLUZM
Pregunta: En tu viaje encuentras de todo -incluso señoras que preguntan por dónde estaban los baños en los búnkeres de la guerra de Vietnam. ¿Cuál ha sido la situación -en este viaje, en otros, que hayas contado, o que no- mas sorprendente con la que te has topado en tus viajes?
Respuesta: Aquella vez ni siquiera era un ‘regreso’ a Cuba, sino, como nunca, un viaje: apenas quería detenerme, rozar La Habana y continuar mi periplo, que era precisamente mi mudanza a Madrid hace cerca de una década. Una escala de veinte días en la isla para ver a mis padres, arramblar con parte de mi biblioteca, y abrazar a cuatro amigos. Heme ahí, sentado sobre el muro del malecón de La Habana, en el crepúsculo, con mis cuatro amigos guitarreros cantando las canciones que habíamos cantado toda la vida. De pronto, cae la noche, y cae un apagón, de esos tan frecuentes durante aquel año. Me estiro, salto del muro a la acera y arengo a la tropa: Vamos, todo está oscuro, pero allá en un remoto punto se ve la luz de un chiringuito de cervezas, que yo invito. Y andando al lado de una amiga, por la oscura acera del malecón, frente al hotel Riviera, me traga de golpe una alcantarilla que permanecía inexplicablemente abierta. La caída fue de tres metros, el golpe rotundo. Y mi rótula de la rodilla izquierda se partió en cinco pedazos y asomó a través de la piel. Mi viaje de veinte días se convirtió en una operación y rehabilitación de tres meses en cama. Pero tuvo un componente paradójico: de pronto me vi ante la perspectiva de no poder levantarme en noventa días, encerrado en la isla chica que es infierno grande, y retrasando mi mudanza a España. Pero no estoy triste: y me doy cuenta de que no estoy triste porque iba a estar cerca de mis padres por más tiempo. Yo era un viajero, pero también un exiliado que siempre deja algo atrás. Podía permanecer un poco más.
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P: Hay espacio en tu libro para momentos aterradores que te vienen dados por la casualidad -como la historia que cuenta Nguyen- y para el viaje más personal, sea a La Víbora (barrio pesadito donde los haya) a recuperar tu casa…
R: He querido que mi viaje fueran dos cosas: una colección de gente que se me cruza, y un mirarme a mí mismo y decirme ‘estás viajando desde dentro, confrontándote a ti mismo’. Entonces me convierto en un cazador que se repliega, que hace blanco en cada una de sus propias impresiones, y que, además, está a la caza de las anécdotas y vivencias que otros puedan ofrecerle. Pero una cosa es el viaje y otra el libro. En el momento de escribir, todo ‘viajescritor’ toma decisiones. La memoria y las notas son el punto de partida. Quise ser sincero con respecto a todo aquello que dejó marca. Y mis decisiones de incluir en el libro diversas situaciones tienen que ver con un equilibrio que he buscado en la propia narración, pero, sobre todo, con la voluntad de dejar patente que un viaje no es una intencionalidad previsible, sino una apertura, un estar dispuesto a dejar entrar todo lo que venga de fuera. Incluso las anécdotas de otros.
P: En el viaje que narras en tu libro, viajas acompañado de tu pareja y te alojas en hoteles, casa de amigos y familiares, recurres al coachsurfing… Pero, si tuvieras que elegir, ¿con qué modo te quedarías?
R: Mi primera y más franca respuesta sería: me quedo con el modo ‘alternancia’, o sea, cuando uno está un tiempo en el sofá de un amigo, se cansa y quiere la libertad de una cabaña perdida en un pueblo cualquiera. Pero si tuviera que darte una respuesta excluyente, diría que una cabaña o habitación de hostal, mínimamente confortable, me da la independencia para hacer las cosas tal y como las dicta el arbitrio viajero. Vamos, hacer lo que me da la gana, exento de anfitriones. No obstante, hay un punto intermedio entre el amigo que te aloja y la cabaña solitaria: el lugareño que te aloja y no te conoce: es la mejor oportunidad para saber cómo vive y piensa la gente. Y confirmar que hay gente buena, a pesar de la inflación de sinvergüenzas que pueblan el orbe.
P: Nos llevas por escenarios como el Mekong, La Paz, Río, la bahía de Halong, Koh Rong, Beijing… ¡y despiertas envidia por ello!
R: Haces bien en llamarle ‘escenarios’, y quiero darle a este término un sentido estricto ligado al viajero. Uno recorre escenarios que cuentan con su decorado, sus actores y sus momentos fundamentales. Y esta es la condición inevitable de todo viaje: someterse a los escenarios que otros han construido. Pero resulta que también, como en todo escenario, existe un ‘entre bambalinas’. Existe la posibilidad de trascender ese escenario y penetrar en la parte trasera de las ciudades, los ríos, las aldeas. Es lo que diferencia a un viajero de un turista. El turismo suele quedarse en la vivencia del escenario, el viajero averigua qué cosas hay en las esquinas invisibles y en las almas anónimas. Lo más fascinante de mi viaje fue el constante cambio de escenarios: subirte a un avión con el olor de la feichoada de Sao Paulo, y bajarte descubriendo el aroma de la sopa Pho de Saigón. Contrastes, y más información de la que cualquiera pueda soportar. Si a esto le sumas el ‘entre bambalinas’ que uno va descubriendo, el viaje es infinito.
P: Hay escalas en tus viajes que tienen entidad suficiente para merecer capítulos, con una intensidad pareja -especialmente la de Estambul– a la de otros capítulos, más extensos, del libro…¿El viaje -como concepto- te asalta cuando menos te lo esperas?
R: Uno decide un viaje solo parcialmente, el resto viene dado como si penetraras en el territorio de un amor desconocido: puede dejarte perplejo, aterrado o feliz. Poco a poco te vas dando cuenta de que los caminos están vivos y deciden por uno. Hay en el acto de viajar una esencia desde sus mismos orígenes: hace dos siglos, viajar era sinónimo de aventura, e incluso la gente moría mientras exploraba. Hoy todo está confortablemente trazado, que no se trata de ir padeciendo una odisea. No obstante, si uno acepta que el enemigo del viajero no es el contratiempo, sino el aburrimiento, se recupera la esencia de la aventura. En mi viaje poco a poco fui comprendiendo que la adversidad sumaba siempre alguna cosa importante. Y hasta me inventé un truco psicológico para paliar las cosas desagradables, y era decirme, en momentos críticos: ‘Imagina cuando le estés contando esto a los colegas en Madrid’.
P: ¿Cómo te informas para viajar a estos lugares, cómo te documentas…?
R: No hay misterios, existe toda una red: además de las guías alternativas para trotamundos, están los blogs de mochileros ‘profesionales’, el boca a boca en cuanto emprendes el viaje, y lo que vas oyendo de los lugareños con respecto a lo siguiente. Esta es mi premisa fundamental: tener un esquema básico, una especie de boceto con algunos puntos de referencia, y luego pasarte la vida haciendo amigos que cargan mochilas de un lugar a otro. Es la información más fresca y fiable, precisamente porque, además de un lugar perdido que alguien te recomienda, tienes a ese alguien, con su simpatía, limitaciones y preferencias. ¡Conoces al ‘consejero’ de un destino! Entonces puedes decir: ‘Si a un tío como ése le gusta ese pueblo, no puedo perdérmelo’, o lo contrario: ‘Aunque tenía pensado ir a Goa, me es suficiente con haber conocido a este sujeto…, paso’. Fuera de esto, soy un auténtico viajero indocumentado. Me da pereza estudiar cada posible destino.
P: ¿Recuerdas cómo fue tu primer viaje?
R: Mi primer viaje fue un exilio. O casi. Desde los dieciséis años tenía terror de no conseguir nunca poder salir de Cuba. Y cuando viajé, a los veintiséis, lo hice por trabajo, semi-exiliado a Lima durante un año. Tenía pensado no regresar nunca más a la isla, pero me pudo la maldita circunstancia insular que llevaba dentro. No me adapté del todo a Perú, y lo que iba a ser una permanencia se convirtió en un paréntesis. Y regresé a Cuba, con la frente marchita y todo lo demás. Pero luego… Decía un artista del siglo pasado: ‘No es la luz lo que me atrae, es la sombra lo que me empuja’. Y luego de haber regresado a la isla me empujó la sombra, la vida dura en Cuba. Entonces me fui nuevamente, y empecé mi vida desarraigada y periplos.
P: ¿Cuál es el viaje de tu vida, el que más te gustaría hacer y aún no has hecho? ¿Hay algún lugar o algún momento que tengas pendiente conocer?
R: Hay un mundo entero pendiente de conocer, porque en cada aldea, ciudad o rincón de selva, se ofrecen infinitas posibilidades para quien quiere hacer preguntas. Un lugar son las preguntas que uno le hace y las respuestas que puede darte. Recuerdo lo que una autora de viajes llamaba ‘la nostalgia de partir’, y se refiere a esa intranquilidad nostálgica que se activa cada cierto tiempo en la gente que ha sucumbido a la tentación del trotamundos. Como que te pican las pulgas furiosas del viajero, y piensas: ‘Siempre se está mejor en otra parte’. Por lo pronto quiero ir a África. Y a la selva de Borneo.
P: ¿Cómo le alimenta viajar a un escritor?
R: Podría decirte que viajar alimenta a un escritor ‘porque da hambre y sed’. O sea, produce una espiral de conocimiento-curiosidad que se vuelve insaciable, y es precisamente en este remolino donde pude urdirse cierto tipo de literatura. Pero José Lezama Lima estaba muy gordo, era insaciable de conocimientos, y hacía una obra muy universal, sin haber salido prácticamente de la sala de su casa. Viajar, ante todo, alimenta al individuo, sea o no escritor. Ahora bien, para cierto tipo de escritores el viaje aporta un tipo de estímulo que no se encuentra en ninguna otra parte. Basado en una necesidad. Hay algo de rezago infantil en todo escritor viajero: como si no se cansara de ser niño, de esa manera en que un niño se imagina personaje de Jack London o Emilio Salgari. Además de esto, he sentido que el viaje me aporta algo muy específico que no lo consigo en mi entorno: el espacio mental. Me limpia de las miserias y estreses cotidianos, de tal manera que puedo escribir cientos de páginas muy fácilmente cuando viajo. Por último, un viaje es una cura de humildad, muy recomendable para el ‘egoescritor’: te enseña el ínfimo lugar que ocupas en el mundo.
Preguntas fisgonas:
Un viaje que no volveré a hacer:
A Yakarta, la capital de Indonesia: prefiero que me deporten a Siberia.
Una ciudad de la que sería taxista:
Bangkok.
Si me pierdo, que me busquen en…
Koh Rong, isla de Camboya.
Mi restaurante favorito en el mundo es…
Sin dudas: el ‘mercado gastronómico’ de la ciudad de Georgetown, Malasia. Una zona acondicionada con más de una decena de minirestaurantes de distintas gastronomías, puedes sentarte en cualquiera y pedir de todos.
Y el bar que más me gusta es…
Siempre: el de la esquina de donde esté de paso.
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