mochileros (garryknight, Foter)
Ante el vicio de pedir está la virtud de no dar. Este refrán bien podría aplicarse a una generación de jóvenes viajeros que tratan de sufragar su ruta mediante la limosna. Como suena. Son beg-packers. Esta práctica, para muchos de dudosa ética, se suele llevar a cabo ya en los destinos en los que los mochileros occidentales recalan. Para poder seguir viajando ejercen de “pobres” y se dedican a pedir una “ayudita”. Con toda la parafernalia que ello implica: en el suelo, con carteles suplicantes y, ya de paso, con cara de pena.
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La limosna se pide en las calles de Bangkok, de Bali o de Laos, ciudades y países en los que la riqueza no rebosa precisamente en la rutina de las gentes que, a veces estupefactas, se topan con estos mochileros-mendigos, la traducción más literal de la expresión inglesa beg-packers y una adaptación algo retorcida de la más conocida back-packers. Hemos conocido el auto-stop y otras maneras, escasamente invasivas, de abaratar costes durante el viaje. Solicitar esta clase de donativo piadoso empieza ahora a cundir como una interpretación sui géneris de la economía colaborativa. Con el morro por bandera, por supuesto.
Un problema del primer mundo resuelto en tierra del Tercer Mundo. Porque esta deformación del turismo low cost tiene que ver con la fiebre por acceder a destinos del Sudeste Asiático o Latinoamérica, muy de moda entre el turista mochilero que, sin tener por qué saber qué tiene en los bolsillos, no se corta a la hora de exhibir look estudiado y hasta bienes de lujo. Surge la polémica, claro. Niños ricos que quieren vivir a toda costa el sueño del mochilero aventurero. Si no piden limosna, optan por medidas más blanqueadas como la venta de fotografías, postales o baratijas. Tocan algo de música. No parece importarles la competencia desleal que en el fondo supone su presencia en improvisados mercadillos en los que se venden pequeños artículos de artesanía, pues para ellos supone una coartada perfecta para ganar un poco de dinero en tierra de precariedades.
Hay otras fórmulas como el crowdfunding (en plataformas como Fund My Travel), un método menos descarado de costearse una vida viajera por la patilla. Si cuela, cuela. Maisarah Abu Samah, una mujer singapurense, fue la primera en alertar sobre este tipo de conducta indeseable. Detectó a unos cuantos beg-packers, y subió sus fotos a Twitter. Escandalizada, no daba crédito. El fenómeno continúa.
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